Había una vez una comunidad de luciérnagas que habitaba el interior de un
gigantesco lampati, uno de los árboles más majestuosos y antiguos de Tailandia.
Cada noche, cuando todo se volvía oscuro y apenas se escuchaba el leve murmurar
de un cercano río, todas las luciérnagas salían del árbol para mostrar al mundo
sus maravillosos destellos. Jugaban a hacer figuras con sus luces, bailando al son de una música inventada
para crear un sinfín de centelleos luminosos más resplandeciente que cualquier
espectáculo de fuegos artificiales.
Pero entre todas las luciérnagas del
lampati había una muy pequeñita a la que no le gustaba salir a volar.
- No, hoy tampoco quiero salir a volar -decía todos los días
la pequeña luciérnaga-. Id vosotros que yo estoy muy bien aquí en
casita.
Tanto sus padres como sus abuelos, hermanos y amigos esperaban
con ilusión la llegada del anochecer para salir de casa y brillar en la
oscuridad. Se divertían tanto que no comprendían por qué la pequeña luciérnaga
no les quería acompañar. Le insistían una y otra vez, pero no había manera de
convencerla. La pequeña luciérnaga siempre se negaba.
-¡Que no quiero
salir afuera! -repetía una y otra vez-. ¡Mira que sois pesados!
Toda la
colonia de luciérnagas estaba muy preocupada por su pequeña
compañera.
-Tenemos que hacer algo -se quejaba su madre-. No puede ser que
siempre se quede sola en casa sin salir con nosotros.
-No te preocupes,
mujer -la consolaba el padre-. Ya verás como cualquier día de estos sale a volar
con nosotros.
Pero los días pasaban y pasaban y la pequeña luciérnaga
seguía encerrada en su cuarto.
Una noche, cuando todas las luciérnagas
habían salido a volar, la abuela de la pequeña se le acercó y le preguntó con
mucha delicadeza:
-¿Qué es lo que ocurre, mi pequeña? ¿Por qué no quieres
venir nunca con nosotros a brillar en la oscuridad?
-Es que no me gusta
volar-, respondió la pequeña luciérnaga.
-Pero, ¿por qué no te gusta volar ni
mostrar tu maravillosa luz? -insistió la abuela luciérnaga.
-Pues…
-explicó al fin la pequeña luciérnaga-. Es que para qué voy a salir si nunca
podré brillar tanto como la luna. La luna es grande, y muy brillante, y yo a su
lado no soy nada. Soy tan diminuta que en comparación parezco una simple
chispita. Por eso siempre me quedo en casa, porque nunca podré brillar tanto
como la luna.
La abuela había escuchado con atención las razones de su
nieta, y le contestó:
-¡Ay, mi niña! hay una cosa de la luna que debería
saber y, visto lo visto, desconoces. Si al menos salieras de vez en cuando, lo
habrías descubierto, pero como siempre te quedas en el árbol, pues no lo
sabes.
-¿Qué es lo que he de saber y no sé? -preguntó con impaciencia la
pequeña luciérnaga.
-Tienes que saber que la luna no tiene la misma luz todas
las noches -le contestó la abuela-. La luna es tan variable que cada día es
diferente. Hay días en los que es grande y majestuosa como una pelota, y brilla
sin cesar en el cielo. Pero hay otros días en los que se esconde, su brillo
desaparece y el mundo se queda completamente a oscuras.
-¿De veras hay
noches en las que la luna no sale? -preguntó sorprendida la pequeña
luciérnaga.
-Así es -le confirmó la abuela. La luna es muy cambiante. A
veces crece y a veces se hace pequeñita. Hay noches en las que es grande y roja
y otras en las que desaparece detrás de las nubes. En cambio tú, mi niña,
siempre brillarás con la misma fuerza y siempre lo harás con tu propia
luz.
La pequeña luciérnaga estaba asombrada ante tal descubrimiento.
Nunca se había imaginado que la luna pudiese cambiar y que brillase o se
escondiese según los días.
Y a partir de aquel día, la pequeña luciérnaga
decidió salir a volar y a bailar con su familia y sus amigos. Así fue como
nuestra pequeña amiguita aprendió que cada uno tiene sus cualidades y por tanto,
cada uno debe brillar con su propia luz.
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